Lo que se va con FEDERER

Estábamos preparados para la despedida, no para las emociones que desató Roger Federer en su último baile. Frente a la evidencia, nos quedamos sin margen. Estábamos a lo que él marcara, y cuando se derrumbó fuimos detrás. Durante meses, quisimos creer que apuraba sus opciones para despedirse en alguna cita grande, pero verle este verano celebrar los 100 años de la pista central de Wimbledon vestido de largo fue el preludio de lo que se venía. Y lo que se vino fue una incredulidad inútil, la última resistencia ante el final de una figura que creímos eterna.

Quisimos creer que podría jugar para siempre porque su maestría era tal que todo lo que tenía que hacer este hombre maravilloso, a nuestros ojos, era calzarse las zapatillas y liberar su brazo. La armonía inmediata que desataba hacía el resto. Hay un testimonio en L´Equipe referido a que él nunca buscó que su rival jugara mal. A diferencia de Nadal, que te desestabiliza, y de Djokovic, que te doblega, Federer te ganaba por exhibición, se exhibía como el que solo sabe hacer las cosas bien, todas las cosas. Morías dulcemente ante Federer, hasta admirándole si querías. Un rival confiesa que era consciente de dos pulsiones cuando se enfrentaba a él: la propia de la competición, que te lleva a buscar tu juego, y la que emitía el suizo, y de la que no podía abstraerse en ocasiones.

No queríamos saber porque sabíamos que alguien sabía algo de su rodilla derecha. Ante la cumbre estética que alcanzó Federer, cualquier problema físico nos parecía cosa de mortales. Las reglas universales no aplicaban a un tenista absoluto, dueño de la patente y del patrón de belleza desde la primera década del XXI. El sucesor no era un martillo (Sampras) ni un hombre al límite (Agassi). Era un atacante fino y exacto, con cosas de Edberg, dicen que de Becker. Pronto todo quedó diluido.

Su tenis marca el absoluto, el estándar de la industria. Cada vez que conectaba un revés, el mundo era un lugar mejor.

A partir de Federer, su tenis marca el absoluto, el estándar de la industria. Su dominio de cada golpe, desde un servicio exacto y variado, firme y seco cuando hiciera falta, hasta la última volea, no había golpe que se quedara en notable para Roger Federer. Su dominio partió del drive, pero eso apenas dice nada. De todos ellos, ninguno como el revés a una mano, vestigio de la mejor escuela. Cada vez que Federer conectaba un revés el mundo era un lugar mejor, y hasta cabe imaginar que el resto de gigantes que solo funcionan a dos manos oían un pitido molesto. Por eso queremos secretamente que Tsitsipas abandone un día su melancolía y celebre un grande con punto de partido resuelto al revés.

A una mano. (FOTO: Wimbledon.)

A Roger Federer, en definitiva, lo vamos a echar mucho de menos, como nos pasó con otros bailarines genios que hicieron cumbre siendo estetas. Como a Michael Jordan o Zinedine Zidane, por citar dos. A esa estirpe de grandeza y estética, de dominio y elegancia, de maestría, mentalidad ganadora, longevidad y aura pertenece el suizo. Fuera de las batallas grupales, la soledad del tenis vuelca todas la luces y sombras sobre uno mismo. Salvo excepciones, tu rival no juega sucio y el demonio al que enfrentar vive contigo. El autocontrol que emitió siempre Federer, su comportamiento en la pista y fuera lo elevan por encima de los otros héroes sentimentales. En sus primeros duelos históricos con Nadal, tuvo que hacer frente a su juego profundo y agresivo, pero también a su voz, al grito en cada golpeo. Sin llegar a ser Mónica Seles, no era música para los oídos. No vimos a Federer quejarse, ni insinuar nada.

La competición no le volvió agresivo, ni la derrota. “Lo intenté y fue antinatural”, dijo en rueda de prensa, cuando le preguntaron por el lado menos valorado, cómo fue construyendo su competitividad.  “Dejad que lo intente a mi manera, a ver dónde me lleva”. Fiel a sí mismo, le llevó a veinte títulos de Grand Slam, lo nunca visto, aunque su palmarés no es toda su obra. Roger Federer ha sublimado el tenis, pero lo ha hecho de tal manera y hasta tal grado que es la humanidad entera lo que ha elevado en su última hora deportiva.

Con él se va lo sublime, se queda su legado.

Icono. (FOTO: Wimbledon.)